Lecciones de ciencia
Pensábamos, tan grosero chovinismo, que la especie humana era la reina de la creación, o la cima de la evolución de la vida sobre la Tierra. La Biblia asegura que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, y Darwin y sus discípulos, que ocupamos el pináculo en la pirámide evolutiva. La religión y la ciencia, tan divergentes en casi todo, se aliaban para atribuirnos la monarquía indisputada sobre el mundo, el derecho a regir tiránicamente a las especies inferiores. Las consecuencias de semejante idea no han podido ser más apocalípticas: el porvenir a corto plazo de la vida sobre la Tierra está en gravísimo peligro por culpa de la proliferación y del delirio arrogante de superioridad de los seres humanos.
Pues también era todo mentira: si ya resultaba humillante saber que nuestro patrimonio genético es idéntico al de los gorilas en un 97%, lo que definitivamente nos baja los humos y nos desaloja de un trono usurpado es el descubrimiento de que el número de genes necesario para constituir un hombre es sólo el doble de los que tiene un gusano.
Somos hermanos de los gorilas y primos de las lombrices y ¡le las moscas del vinagre, v nuestra parentela más directa incluye a los caníbales que hace miles de años se cobijaban en las cuevas de Atapuerca y a los inuit que en la noche polar cazaban hasta hace nada leones marinos con arpones de hueso. Procedemos de una sola Eva que caminó erguida por África en la noche de los tiempos, y al corromper los mares con venenos químicos estamos profanando nuestra patria más antigua, y no hay idioma en el mundo que sea nuestra lengua materna, ni hombre o mujer que no sea hermano nuestro. Quien mata a un semejante es Caín, y el que muere siempre es Abel.
Antonio Muñoz Molina, El País, 26-11-2000
ANTIGÜEDADES
De súbito, todo se ha quedado antiguo: el periódico; el café con leche; el libro abierto sobre la mesilla de noche; el beso con el que has despedido a tu mujer; el consejo que le has dado a tu hijo al irse al instituto. Todo se ha vuelto viejo cuando has encendido la radio: la agenda del día; los proyectos para el fin de semana; el dolor de muelas; las lecciones de inglés; la declaración de la renta; la cesta de la compra. Se ha suspendido el destino. En los diccionarios de antónimos no viene ninguna palabra de significado opuesto a destino, pero su contrario es una masacre, si aún se dice así, como la que ayer despertó a Madrid, a España, suponemos que a Europa, y regó la vía del tren de manos sueltas. Cada una de las personas que iba o venía de trabajar sobre esos trenes era propietaria de un destino pequeño o grande que el terrorismo ha interrumpido.
Todo se queda antiguo de repente: la contabilidad; los adverbios; la boda de Ricardo; el nacimiento de Luis o de Cristina; el inventario; el debe y el haber; los exámenes; las oraciones simples; las compuestas; las subordinadas; el análisis morfológico; el sintáctico; la previsión del tiempo; la humedad relativa del aire. Se queda antiguo el artículo que escribiste ayer, la discusión de la cena, el mensaje que te dejaron en el contestador. Ni siquiera hace falta que suspendas esta cita o aquella otra una vez que se ha suspendido la existencia. El problema es que no se trata de una suspensión impuesta por el destino. El destino, incluso cuando se trata de un destino fatal, une a los pueblos; las bombas los separan.
Todos somos huérfanos de los muertos de ayer. Sus destinos rotos estaban trenzados a los nuestros. Hoy somos un tejido desgarrado, lleno de hebras sueltas, cuyos muñones quiebran las proporciones de la trama. Si ese desastre hubiera sido producto de un terremoto, nos habría unido, aunque no hemos firmado ningún pacto antiterremoto. De súbito, estos salvajes han dejado antigua la entrada para el cine, la reserva para la cena, los billetes de avión para Semana Santa. Pero lo que pretendían que se quedara antiguo es el sufragio universal. Si lo logran, estamos perdidos como comunidad. Ojalá que a estas horas no se haya quedado viejo el sentido común.
JUAN JOSÉ MILLÁS, El País (12 de marzo de 2004)
La hamburguesa es un producto bondadoso e inocente como muchos otros que exporta Estados Unidos y como son, en sustancia, los ciudadanos americanos. Un producto sin grandes complicaciones; ni profundo, ni secreto. Más aún: la hamburguesa en principio no hace nada. Se deja comer. Les sienta mejor a unos que a otros, se ingiere y se olvida. Lo peculiar de ella, sin embargo, es que no se elimina del todo. Las comidas chinas, las pizzerías, se han extendido por todo el mundo y cada vez abundan más entre los menús que se sirven por teléfono o entre los envases que se introducen en el microondas.
Los chop-suey, los espaguetis, se comen, se metabolizan y acaban. No dejan residuo cultural ni transportan a ningún paradigma de modernidad. La hamburguesa es algo más. Aparte de comportarse como alimento se comporta como documento.
Con la hamburguesa se llega no sólo a los intersticios de la carne sino al cuerpo de una cultura de referencia. Lo diferencial de McDonald’s es que exporta fragmentos reales del sueño americano con sus materiales orgánicos verdaderos.
Ni siquiera el cine, que es siempre ficción, logra ese efecto de verdad patente. [...]
Más allá de un simple negocio, McDonald’s se ha desarrollado como un doble patriótico de Estados Unidos. Cada vez que la empresa se instala en un pueblo de Ucrania o de Portugal la ciudad deja de ser lo que fue hasta ese instante y la película con los colores norteamericanos empieza a rodarse sobre las aceras.
Vicente Verdú, El planeta americano
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