Misión de
rescate
©Patricia Pérez
C
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aminaba con paso firme, espada en alto,
pegado a la fría montaña. Avanzaba, acompañado del repicar de su ajada
armadura. ¡Seguro que la horrible bestia la había llevado a la oscura caverna!
Se levantó viento. Oyó un grito. El
dragón se acercaba con Layla en sus pezuñas. Sintió cómo los fieros ojos lo
miraban despectivos. No le importó. Venía a salvarla. Volvió a oírla gritar.
El dragón dejó a
la princesa en lo alto de una roca en mitad del abismo. Contempló al hombre.
Éste se colocó el yelmo, se protegió con el escudo, apretó los dientes y esperó
el ataque del maldito animal.
El cielo
oscureció. El dragón extendía las alas. Se preparaba para...
—¡A cenar!
Los niños
quedaron paralizados. Uno, con gesto feroz, extendía los bracitos; otro
empuñaba una rama; la pequeña, con florida corona, estaba sentada sobre una roca.
El
juego había terminado.
En Historias del Dragón, Kelonia Editorial.
MÚSICA
Las dos hijas del Gran Compositor -seis y siete años- estaban
acostumbradas al silencio. En la casa no debía oírse ni un ruido, porque papá
trabajaba. Andaban de puntillas, en zapatillas, y sólo a ráfagas, el silencio
se rompía con las notas del piano de papá.
Y otra vez silencio.
Un día, la puerta del estudio quedó mal cerrada, y la más
pequeña de las niñas se acercó sigilosamente a la rendija; pudo ver cómo papá,
a ratos, se inclinaba sobre un papel, y anotaba algo.
La niña más pequeña corrió entonces en busca de su hermana
mayor. Y gritó, gritó por primera vez en tanto silencio:
-¡La música de papá, no te la creas...! ¡Se la inventa!
Ana María Matute
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