Sé que
me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales
acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que
no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es
infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales.
Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato
de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa
como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en
Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo
mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un
prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura?
Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví,
lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras
descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero
el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me
habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al
estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno se ocultó
bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el
vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es
que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres;
como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura.
Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está
capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y
otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A
veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no
me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las
galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un
aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde
las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a
estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me
duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los
ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que
viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo:
Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro
patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás
una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca.
A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he
imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la
casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un
patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres,
abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es
el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas
galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las
Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló
que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está
muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar
una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado
las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve
años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo
sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a
buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me
ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a
distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de
ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor,
Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin
se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo
percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos
puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será
tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la
mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de
sangre.
-¿Lo
creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.
|
EL ESPEJO CHINO
Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la
cosecha de arroz y su mujer le pidió que no se olvidase de traerle un peine.
Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se
reunió con unos compañeros, y bebieron y lo celebraron largamente. Después,
un poco confuso, en el momento de regresar, se acordó de que su mujer le
había pedido algo, pero ¿qué era? No lo podía recordar. Entonces compró en
una tienda para mujeres lo primero que le llamó la atención: un espejo. Y
regresó al pueblo.
Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus
campos. La mujer se miró en el espejo y comenzó a llorar desconsoladamente.
La madre le preguntó la razón de aquellas lágrimas.
La mujer le dio el espejo y le dijo:
-Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:
-No tienes de qué preocuparte, es una vieja.
Anónimo
|
MÚSICA
Las dos hijas del Gran Compositor -seis y siete años-
estaban acostumbradas al silencio. En la casa no debía oírse ni un ruido,
porque papá trabajaba. Andaban de puntillas, en zapatillas, y sólo a ráfagas,
el silencio se rompía con las notas del piano de papá.
Y otra vez silencio.
Un día, la puerta del estudio quedó mal cerrada, y la más
pequeña de las niñas se acercó sigilosamente a la rendija; pudo ver cómo papá,
a ratos, se inclinaba sobre un papel, y anotaba lago.
La niña más pequeña corrió entonces en busca de su hermana
mayor. Y gritó, gritó por primera vez en tanto silencio:
-¡La música de papá, no te la creas...! ¡Se la inventa!
Ana María
Matute
Misión de
rescate
©Patricia Pérez
aminaba con paso firme, espada en alto,
pegado a la fría montaña. Avanzaba, acompañado del repicar de su ajada
armadura. ¡Seguro que la horrible bestia la había llevado a la oscura caverna!
Se levantó viento. Oyó un grito. El
dragón se acercaba con Layla en sus pezuñas. Sintió cómo los fieros ojos lo
miraban despectivos. No le importó. Venía a salvarla. Volvió a oírla gritar.
El dragón dejó a
la princesa en lo alto de una roca en mitad del abismo. Contempló al hombre.
Éste se colocó el yelmo, se protegió con el escudo, apretó los dientes y esperó
el ataque del maldito animal.
El cielo
oscureció. El dragón extendía las alas. Se preparaba para...
—¡A cenar!
Los niños
quedaron paralizados. Uno, con gesto feroz, extendía los bracitos; otro
empuñaba una rama; la pequeña, con florida corona, estaba sentada sobre una
roca.
El
juego había terminado.
En Historias del Dragón, Kelonia Editorial.
Receta de huevo
de dragón
@Jesús Ayuso
l rey de los platos, por su exquisitez y
la escasez del ingrediente principal. El huevo ha de recolectarse en su punto
exacto de sazón, con el esqueleto ya formado, pero con las escamas sin adquirir
su coriácea textura, que resulta poco apetitosa.
Recolectar
huevos de dragón es un asunto delicado y no exento de peligro. Recomendamos
vivamente emplear a un fauno, ya que su ausencia de olor corporal evita que la
madre dragón lo descubra.
El mejor modo de
cocinarlo es escalfado, combinando la untuosidad de la yema y el punto
crujiente del esqueleto aún cartilaginoso. Suele ser servido acompañado de
caldo de picadillo de fauno, cocido en un brandy añejo que dé sabor a esa carne
delicada pero insípida e inodora.
Se
le atribuyen numerosas propiedades: aumento de poderes mágicos y arranques
súbitos de inspiración lírica e intelectual. Por suerte, los ogros somos
inmunes a tal ponzoña.
En Historias del Dragón, Kelonia Editorial.
La Bruja Infeliz
@Laura Blanco
rase una vez un
Malvado Príncipe que atrapó a una Bruja Encantada y la besó, convirtiéndola en
una Dulce Princesita a la que todo el reino amaba y respetaba. La pobre se
sentía muy desgraciada hasta que por fin, un día, la Madrastra Azul
descubrió el secreto y decidió rescatarla. Apareció montada en su Dragón Blanco
y le cortó la cabeza a su hijastro, deshaciendo el hechizo y llevándosela de
aquel horrible lugar. Así las dos pudieron escapar juntas, comieron corceles y
fueron villanas para siempre.
En Historias del Dragón, Kelonia Editorial.
MÚSICA
Las dos hijas del Gran Compositor -seis y siete años- estaban
acostumbradas al silencio. En la casa no debía oírse ni un ruido, porque papá
trabajaba. Andaban de puntillas, en zapatillas, y sólo a ráfagas, el silencio
se rompía con las notas del piano de papá.
Y otra vez silencio.
Un día, la puerta del estudio quedó mal cerrada, y la más
pequeña de las niñas se acercó sigilosamente a la rendija; pudo ver cómo papá,
a ratos, se inclinaba sobre un papel, y anotaba lago.
La niña más pequeña corrió entonces en busca de su hermana
mayor. Y gritó, gritó por primera vez en tanto silencio:
-¡La música de papá, no te la creas...! ¡Se la inventa!
Ana María Matute
Cada vez que hay luna llena yo cierro las ventanas de
casa, porque el padre de Mendoza es el hombre lobo y no quiero que se meta en
mi cuarto. En verdad no debería asustarme porque el papá de Salazar es Batman y
a esas horas debería estar vigilando las calles, pero mejor cierro la
ventana porque Merino dice que su padre es Jocker, y Jocker se la tiene jurada
al papá de Salazar.
Todos los papás
de mis amigos son superhéroes o villanos famosos, menos mi padre, que insiste
en que él sólo vende seguros y que no me crea esas tonterías. Aunque no son
tonterías porque el otro día Gómez me dijo que su papá era Tarzán y me enseñó
su cuchillo, todo manchado de sangre de leopardo.
A mí me gustaría que mi padre fuese alguien, pero no
hay ningún héroe que use corbata y chaqueta a cuadritos. Si yo fuera hijo de
Conan, Skywalker o Spiderman, entonces nadie volvería a pegarme en el recreo.
Por eso me puse a pensar quién podría ser mi padre.
Un día se quedó leyendo el periódico y lo vi todo
flaco y largo en el sofá, con sus bigotes de mosquetero y sus manos pálidas,
blancas como el mármol de la mesa. Entonces corrí a la cocina y saqué el hacha
de cortar la carne. Por la ventana entraban la luz de la luna y los aullidos
del papá de Mendoza, pero mi padre ya grita más fuerte y parece un pirata de
verdad. Que se cuiden Merino, Salazar y Gómez, porque ahora soy el hijo del
Capitán Garfio.
Fernando
Iwasaki
HABLABA Y HABLABA...
Max Aub (París –España, 1903-1972)
Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y
hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer
de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y
hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de
todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido
que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de
ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le
metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no
hablar: se le reventaron las palabras por dentro.